Democracia, instituciones y riqueza
¿Por qué se cayó el Muro de Berlín? Existen varias teorías. No había incentivos, no había suficiente información. Para mí, el Muro de Berlín se cayó porque de un lado y del otro de la “cortina de hierro” algo era fundamentalmente diferente. Al oeste, las relaciones eran voluntarias. Dentro de las posibilidades de cada uno, todos podían elegir qué hacer de sus vidas. Estudiar una carrera u otra, trabajar en una industria u otra, comprar un producto u otro y así sucesivamente. Al este, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, este no era el caso. Nada de elegir, hasta el alimento estaba racionado y todo lo que había era lo que producía el único productor del mercado, a saber, el estado. El milagro, en realidad, es que este sistema haya durado casi 70 años.
La posibilidad de elegir es fundamental. Nos permite ensayar, equivocarnos, y finalmente decidirnos por aquello que mejor nos queda. Nos permite crecer y descubrir. Sin prueba y error no hay descubrimiento ni innovación, solo permanece el status quo. Sin posibilidad de elegir, nos quedamos con lo que tenemos aunque no nos guste, generando la consecuente angustia y decepción.
Esto mismo que le pasa a una persona puede aplicarse a un grupo de personas o a una sociedad. Si partimos de la base de que existen “problemas públicos” entonces reconocemos que la sociedad debe encontrar la forma de resolverlos. Por poner un caso sencillo, la pintura de la escalera de un edificio es un problema de todos los que viven en ese edificio. Si el edificio fuera una sociedad, entonces diríamos que la pintura de la escalera es un problema público. Para abordar este problema, lo más probable es que se forme una asamblea de vecinos, con delegados y, finalmente, que se contrate a un administrador, un mandatario del consorcio de propietarios.
Ahora bien, si nos enfrentamos a una sociedad más grande, digamos un pueblo, una ciudad o un país, también existirán problemas públicos que deberán resolverse. Estos problemas pueden solucionarse igual que los soluciona el consorcio del edificio. Es decir, de manera democrática, votando y designando un administrador (o presidente) que ejecute lo que la mayoría desea. Sin embargo, este no siempre es el caso y no siempre ha sido el caso. En el mundo la democracia no siempre fue la norma. De hecho, si bien dicen que la democracia apareció en la Antigua Grecia, incluso al día de hoy, de los 167 países del globo, 51 viven bajo regímenes autoritarios mientras que otros 37 viven bajo regímenes híbridos entre democracia y dictadura.
Lo bueno de la democracia es que permite a los mandantes, los ciudadanos, cambiar el gobierno de manera pacífica una vez que sienten que su mandatario no es capaz de resolver los problemas públicos o, incluso, que es el principal causante de esos problemas. Si el país es regido por un régimen autoritario sin elecciones, los ciudadanos tienen menos opciones. Si están disgustados con la labor del gobierno, pueden resignarse y aceptarlo, pueden emigrar (si es que eso está legalmente permitido), pueden escapar (si la emigración está prohibida), o pueden rebelarse de manera violenta.
A la larga, sin embargo, si el gobierno autoritario no logra el favor de la opinión pública, o de una mayoría considerable, tarde o temprano caerá, pero de manera caótica, destruyendo la cooperación social y pudiendo incluso derivar en la violencia o la guerra civil.
Si bien está lejos de ser un sistema tan sencillo como el que provee el mercado para elegir si uno quiere desayunar una tostada o una fruta, la democracia establece un marco de transición del poder y lo ordena, volviéndolo pacífico, lo que genera predictibilidad y estabilidad política.
Esta estabilidad es esencial para que se desarrolle la economía. Saber que si no nos gustan las políticas que el gobernante lleva a cabo tendremos la oportunidad de acceder a las urnas para elegir una alternativa diferente nos da la confianza de que “las vacas flacas” no durarán toda la vida. Por otro lado, saber que el día que la mayoría no apoye más las políticas del gobierno, este cambiará sin traumatismos ni violencia, ofrece previsibilidad y seguridad. Esta situación política es esencial para que surjan los tres elementos clave del desarrollo económico: ahorro, inversión y producción. Un recambio ordenado del poder garantiza un horizonte de largo plazo, lo que fomenta el ahorro y la inversión, que da lugar a la producción y, así, a una mejora sostenida de la calidad de vida. No extrañará, entonces, que exista una relación entre los países más democráticos del mundo y aquellos en los que mejor se vive.
Según la “Unidad de Inteligencia” de la revista “The Economist”, Noruega, Suecia e Islandia son los países más democráticos del mundo. Claro que no es fácil responder a la pregunta de qué quiere decir que un país sea más democrático que otro. Después de todo, si en un país A se vota para elegir presidente y en un país B se hace lo mismo ¿por qué A podría ser más democrático que B?
Para The Economist, existen cuestiones básicas que definen a la “buena” democracia. A saber, gobierno de la mayoría y consenso de los gobernados, existencia de elecciones limpias y libres, protección de las minorías y respeto por los derechos humanos básicos.
Si miramos de abajo para arriba, el índice arroja los siguientes resultados:
Curiosamente, la “República Democrática” del Congo está considerado uno de los países menos democráticos del mundo. Sin sorpresas, el régimen de Kim Jong Un (también llamado República Popular “Democrática”) está al final de la lista.
Ahora veamos qué pasa con el nivel de riqueza de estos países:
Como se observa, los diez países con mejores democracias tienen una riqueza per cápita de 61.370 dólares, mientras que los países menos democráticos muestran un ingreso promedio de 7.246 dólares.
Los países más democráticos del mundo son 8,5 veces más ricos que los menos democráticos. En términos de The Economist, aquellos países con gobierno de la mayoría, elecciones libres y limpias, protección de las minorías y respeto por los derechos humanos básicos son los países más ricos del mundo.
Ahora bien, respetar derechos humanos y proteger a las minorías son conceptos que, a mi criterio, exceden lo que entendemos en general por democracia. La democracia es el instrumento que nos permite cambiar el poder de manera pacífica. Las elecciones libres y limpias, que habilitan el gobierno de la mayoría, son los componentes esenciales de este instrumento. El respeto por las minorías y los derechos humanos, en cambio, entran en la categoría que podríamos denominar “rule of law” o imperio de la ley.
Cuando hablamos del imperio de la ley, hablamos no solo del sistema de recambio del gobernante sino de un marco institucional más amplio. ¿Tiene la mayoría elegida el derecho de avanzar sobre las minorías que perdieron la elección? A menudo se caricaturiza a la democracia con dos lobos y un cordero decidiendo qué se va a cenar una noche. Para que la democracia no derive en eso, se define una “buena” democracia como aquella que respeta los derechos de las minorías. Es decir, los lobos no tienen derecho de cenar el cordero, por más que así lo haya elegido la mayoría.
Pero aquí ya dejamos de hablar de la democracia y pasamos a hablar de aquellos elementos que, paradójicamente, limitan el ejercicio de la democracia. Cuando le pedimos al gobierno que respete el derecho de las minorías, que garantice la libertad de expresión y proteja los derechos de propiedad privada no hablamos de democracia sino de algo más amplio: la calidad institucional.
La calidad institucional, según la medimos en la Fundación Libertad y Progreso, contiene el imperio de la ley, la transparencia del gobierno y la libertad de prensa. Además, también considera el sistema económico de cada país al incorporar elementos como el grado de libertad económica y el peso de la burocracia a la hora de emprender.
Este índice complementa el índice de democracias del mundo y nos da una idea más acabada de los motivos del éxito o fracaso económico de los países.
Como se ve, la mayoría de los países que encabezan el ranking de calidad institucional, también encabezan el ranking de The Economist. También, igual que antes, el PBI per cápita promedio de estos países está en el entorno de los 60 mil dólares.
No es algo que tenga que extrañarnos que los países con mejores democracias sean los que tengan mayor calidad institucional. Después de todo, una buena democracia va de la mano con una buena calidad institucional. Si tuviéramos elecciones limpias y libres, pero poca libertad de prensa, no podríamos hablar de una buena democracia. Si tuviéramos elecciones limpias y libres, pero todo tipo de arbitrariedades en el comercio interno y externo, no hablaríamos de buena calidad institucional y, como se estarían violando derechos de minorías, tampoco podríamos hablar de buena democracia. Finalmente, en este caso tampoco hablaríamos de prosperidad económica.
Como hemos visto, la democracia no solo es deseable porque nos permite elegir mandatarios generando un recambio pacífico y estable, sino también porque, gracias a eso, permite que la economía crezca y se desarrolle, lo que mejora la calidad de vida de los ciudadanos.
Sin embargo, las economías que más prosperan lo hacen en aquellos países donde predomina la “buena” democracia. Vemos, entonces, que no solo necesitamos la democracia entendida como el instrumento que permite el recambio ordenado del poder, sino una democracia de calidad, es decir, con “rule of law”, con respeto por las instituciones.
Finalmente, esta es la lección que debemos aprender: la democracia es un elemento esencial para el desarrollo de la economía. Sin embargo, debe complementarse con la calidad institucional, de manera de convertirse en una buena democracia, ya que solo ella (y no la que solo legitima autócratas) será el suelo fértil para que florezca una economía pujante que brinde una prosperidad a gran escala para todos sus participantes.
Originalmente publicado en el ebook CulturaDemocrática.